miércoles, 17 de noviembre de 2010

¿CÓMO EL FARISEO O CÓMO EL PUBLICANO?

(Lucas 23, 33-43)

 
Cualquier diccionario de nuestra lengua definirá la humildad como "actitud de la persona que no presume de sus logros y reconoce sus fracasos y debilidades". A su vez hay un dicho de la sabiduría judía que dice "Aunque tengas todos los méritos, si te falta la humildad, eres imperfecto".
Sin embargo, aunque a menudo se proclame como virtud, para la mayoría de las personas la humildad tiene un tono negativo, nos sugiere la idea de empequeñecerse ante otro, no confiar en uno mismo, menospreciarse, ser un acomplejado. La humildad aparece a menudo como una actitud pasiva y oprimida. Se asocia con el hecho de ser inferior. Así, el ser humilde pierde su atractivo.
Pero el valor de la humildad es una de las virtudes que forman parte de los valores de Dios. Jesús mismo lo decía: "aprended de mí que soy manso y humilde de corazón" (Mateo 11:29). El Apóstol Pablo comentaba acerca de Jesús que "haciéndose como todos los hombres y presentándose como un hombre cualquiera, se humilló a sí mismo" (Filipenses 2: 7-8).
En latín, humildad se dice humilitas que tiene que ver con humus (tierra). Desde este enfoque, la humildad implica el coraje de aceptar la propia condición terrena. Es decir, reconocer nuestra humana condición, penetrando a lo más profundo de nosotros mismos donde encontramos dones, virtudes, ideales, pero también agresiones, tristeza, miedo e impotencia.
Quien se oculta tras una fachada, una careta, quien aparenta ser una persona invulnerable y perfecta, está siempre con el temor de que los otros puedan mirar lo que hay detrás y descubrir los errores y debilidades tan celosamente escondidos. Igual que los fariseos de la época de Jesús.
Aceptar el cambio de paradigmas que es necesario hacer, reconocer nuestra necesidad de ser humildes frente a otros y en particular frente a Dios es una buena manera de empezar a ponernos en camino para entender y responder a lo que Jesús nos pide. Quien tiene una experiencia de Dios reconoce en ella su propia verdad. En ese encuentro se pone de manifiesto como soy realmente, me doy cuenta que necesito de Él. Es difícil encontrarse con Dios si uno no está dispuesto a encontrarse con uno mismo. Por eso, la humildad es la condición para esa experiencia única.
La humildad hace que no nos consideremos superiores a otros. En ese sentido, más allá de los estereotipos sociales con que nos medimos con las demás personas, la humildad nos hace ser más realistas y esto, paradójicamente, nos da más posibilidades de ver las cosas como realmente son.
La humildad nos ayuda a ponernos en contacto con ciertos aspectos de nosotros mismos que rechazamos, aquello que nos cuesta integrar como una parte de nosotros y de nuestra condición humana. Esos aspectos rechazados que nos avergüenzan o que, a veces, proyectamos en los demás. Quien deposita sus defectos en los demás, hace un negocio con pérdida porque se aliena de sí mismo, creyéndose que es, lo que en realidad no es.
El fariseo no ocupa el sitio que le corresponde en la oración. Está lleno de sí mismo y ni siquiera deja una pequeña fisura por donde pueda pasar la gracia y la misericordia de Dios. Jesús lo pone al publicano en la actitud correcta no por lo que es, sino por su reconocimiento de lo que es. En el momento del culto o de la oración, ¿de quién estamos más cerca? ¿del fariseo o del publicano?
Por eso, cuando en algún momento del culto o de nuestra cotidianeidad nos encontramos con nuestras propias faltas y limitaciones, no lo hacemos por masoquistas, ni porque desvalorizamos nuestra vida, preciosa a los ojos de Dios, sino porque al hacerlo nos ponemos en el camino correcto para la reparación, el perdón y el crecimiento.
Pastor Hugo N. Santos - Partes del sermón predicado en "El Buen Pastor" el domingo 21/11/10

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